El mejor lugar para poner en práctica los sentidos. Se oían los gritos del comandante, el brusco caminar de las botas de los soldados, que arrastraban el sol con cada paso que daban, y dibujaban la tierra con sus sombras, los gritos de energía y odio de estos, todos sonidos que indicaban que estaban listos para la batalla. Todos seguidos por el sonido de un uniforme amortiguando ligeramente una bala, los gritos de dolor del hombre herido por ella, los llantos de desesperación de los que han perdido a un hermano, el aturdidor sonido de una bomba cayendo sobre aquel peletón, los sollozos y maullidos de aquel inocente tigre ahogado por el humo de las armas de fuego.
Se olían los hediondos y putrefactos cadáveres, se perdía la esencia de aquella flor que la destrucción marchitó, se sentía el sudor de los hombres, y de alguna manera increíble se sentía también el olor de sus lágrimas y el campo de batalla apestaba a odio y a guerra y a lucha, todos olores tan intensos que prácticamente se saboreaban.
En toda aquella oscuridad, una mano estirada podría encontrarse con un rifle, o una granada, o con el cadáver de un hermano tendido en el suelo. Y todos estos sentidos daban lugar al último de ellos; en dicho clima de oscuridad y maldad, se veían los ya mencionados soldados, protagonistas de esta horrible escena, vivos los afortunados, muertos los no tanto, o, a los ojos de muchos, al revés. Esa nube de humo permitía ver muy poco, y a la vez daba una clara imagen de lo que estaba sucediendo a través de ella.
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