1.23.2009

Alcatraz

“Here's the smell of blood still! All the perfumes of Arabia will not sweeten this little hand.” (Macbeth, Willian Shakespeare)

Había logrado lo que ningún hombre había hecho antes. Había escapado. Estaba a salvo. Las sirenas habían dejado de sonar, y se convenció a si mismo de que nada podía perturbarlo ahora. Tenía la frente empapada de sudor y sus ojos rebalsaban en lágrimas de susto. Respiraba trabajosamente, con la dificultad de quien estuvo cerca de dar su último respiro. No quería dormirse por miedo a lo que le esperaba acechando en la oscuridad de su inconciente, así que se levantó y puso a hervir el agua para preparar el café que había comprado pocas horas antes. Se sentó en el sillón a la espera de que el agua hirviera. Trató de convencerse a si mismo que no había cometido ningún crimen, que esa basura se lo merecía, que después de lo que le había hecho ningún otro castigo era más adecuado que el que había recibido. Pero su cuerpo se rehusaba a creer aquellas palabras vacías, y le empapaba la frente de sudor y los ojos de lágrimas. Sus piernas se movían sin descanso al compás de su acelerado latido, y su cabeza podría fácilmente haber explotado en aquel preciso instante. Cerró los ojos, tratando de respirar profundamente, y fue entonces cuando lo vio. La cara agonizante de su hermano moribundo, su boca borboteando súplicas y sangre, se presentó ante sus ojos. Oyó las mentiras que había pronunciado éste antes de morir, que cómo podés pensar que yo hice eso, no sabés lo que decís y ¿cómo puede ser que no confíes en tu propio hermano? Pero él sabía, con la misma convicción con la que sujetaba la navaja, esperando en su mano para cometer su propósito, que su inocente hermanito lo había traicionado, que había compartido el lecho que el consideraba sagrado con la mujer de su vida, que se habían revolcado en él como cerdos. La imagen de sus cuerpos sudorosos abrazados y de su esposa gimiendo de placer en los brazos de su hermano fue más que suficiente para impulsarlo a hundir la navaja es su pecho siete veces. Poseído por la ira y los celos, llevó a cabo dicha tarea con la meticulosidad y el detalle de quien hace lo que se propone. Había dejado el cadáver de su hermano atrás, pero el vívido aullido de dolor que éste había emitido lo aturdía ahora. Abrió los ojos y, al notar que era la pava la que chillaba, la sacó del fuego y se preparó un café.

El intento de mantenerse despierto con la ayuda de la cafeína de los seis cafés que había bebido fue en vano. Su cuerpo estaba exhausto, y latía suplicando un descanso. Con las pocas fuerzas que le quedaban, se levantó del sillón y se dirigió al cajón de su cómoda. Sin saber muy bien por qué, tomó de su interior la navaja con la que había asesinado a su hermano menor, y, sosteniéndola fuertemente contra su pecho, volvió a tomar asiento en el sillón. Aquel instrumento que había cogido con tanta convicción y rapidez se le antojaba ahora apenas más pesado, 21 gramos más pesado, el alma de mi hermano, pensó. La sonrisa satisfactoria y de placer que solo alguien que sabe cuan atroz es el pecado que está a punto de cometer que se había dibujado en su rostro al tomar la navaja aquella noche se había ido completamente mientras la contemplaba en la oscuridad de la sala de estar. Finalmente, con el arma letal en sus manos, cedió al peso al que estaban sometidos sus párpados y cerró los ojos, durmiéndose al instante.

Los hechos de aquel día se le presentaron es sueños como una película antigua, muda y en blanco y negro. Las escenas de aquellos acontecimientos desfilaban ante su memoria como recuerdos rotos, como partes de un todo que todavía no lograba comprender. Primero, la navaja en sus manos, los gritos de su hermano, la sangre en el arma, en sus manos, en sus ropas. Después, las sirenas policiales, su cuerpo camuflado en sus ropas negras y ensangrentadas arrastrándose dentro del coche. La esquina de la celda en la que yacía acurrucado, y el agua amarilla que bebió sin ganas horas después en aquella mugrienta cafetería. Las miradas hostiles de aquellos a su alrededor, y el metal frío de la navaja contra su cuerpo que había logrado mantener escondida en su ropa interior. Como última imagen, el sueño le mostró a él mismo como yacía ahora en el sillón, durmiendo, con la navaja, las manos y las ropas ensangrentadas.

Despertó empapado en sudor, su corazón luchando por salirse de su pecho. Observó la navaja, impecable y brillante, sin una gota de sangre en ella. Solo un mal sueño, pensó, sin darse cuenta que toda su vida estaba a punto de convertirse en una pesadilla perpetua. Fue al baño, prendió la luz, y se mojó el rostro, respirando profundamente, como si un poco de agua se pudiera llevara su pesadilla por el desagüe. Alzó la vista para ver a un extraño devolviéndole la mirada en el espejo. Sus ojos estaban hinchados y cansados de tanto luchar contra sí mismo, contra su culpa y su remordimiento. Observó su reflejo detenidamente, y vio que las ropas de éste estaban manchadas con sangre. Su mirada se alternaba, mirando su buzo y el reflejo de éste, confundido ante la diferencia en ambos. Él estaba limpio, mas su reflejo, el que le devolvía una mirada arrepentida desde el otro lado, estaba empapado en sangre. De repente, el extraño que lo miraba fijamente sacó una navaja, idéntica a la que el había dejado en la sala de estar, y la alzó con una sonrisa de venganza. Sobresaltado ante tan horrible espectáculo, se lavó la cara nuevamente, más exageradamente esta vez, y se sentó nuevamente en el sillón. Se llevó las manos a la cara, diciéndose a si mismo que todo era producto de su imaginación, que no volvería a ver aquellas imágenes luego de un tiempo. Temía abrir los ojos por miedo, mas tampoco se atrevía a cerrarlos. Habiendo llegado a la extraña conclusión de que la única manera de no volverse loco era escaparse de si mismo, de lo que había hecho y de la culpa que lo torturaba, oyó el ruido de una carta deslizarse bajo su puerta. La cogió, y vio que el sobre provenía de su esposa, que estaba viviendo en la casa de sus padres. Al abrirla, lo único que encontró fue una fotografía y una pequeña nota donde se leía: “¿Querés la verdad? Sí, te engañe, pero no con quien vos creés, y acá tenés la prueba. Perdonáme. Por todo.” Tomó la fotografía con manos temblorosas, y se maldijo a si mismo al ver a un extraño besando a su esposa. Un extraño, no su hermanito, no a quien él le había quitado la vida. Un extraño, como el que él mismo se había convertido. Rompió la fotografía, y la carta, y se tiró al suelo golpeando sus puños contra él, y lloró, y lloró más. Comprendió que no había logrado lo que ningún hombre había hecho antes, no había escapado y no lo haría nunca. Se levantó, se cambió y, despidiéndose de su hogar para siempre, se dirigió a la comisaría.

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Día número 152. Como todos los otros. Se levantó, desayunó, hizo lo que le pidieron, recibió algún que otro golpe, y se acostó. Todos los días era iguales en aquella celda. Todavía recordaba la primera noche que había dormido allí, y como su compañero de celda lo miró extrañado y le dijo: “Escuché que te escapaste cuando te quisieron agarrar, y que después te entregaste, vos solito... ¿Estás mal de la cabeza? ¿Por qué hiciste eso?” a lo que, sin pensar, contestó: “Nunca me escape. Nunca fui libre. Siempre estuve acá. Solo que tardé en darme cuenta... y vine cuando lo hice.” Sin comprender las palabras del nuevo reo, murmuró “Pelotudo” para sus adentros y se durmió. Mientras tanto, su compañero de celda yacía despierto en su cama. 151 días y noches habían pasado, y él yacía en su cama, exactamente como lo había hecho aquel día, con algún golpe más aquí y allá. Todavía temía cerrar los ojos, pero finalmente se sometió el cansancio.

Los hechos de aquel día se le presentaron en sueños todas las noches, tal y como lo habían hecho aquella noche en su sala de estar. Las escenas de aquellos acontecimientos desfilaban ante su memoria como recuerdos rotos, burlándose del remordimiento que finalmente había logrado comprender. Primero, la navaja en sus manos, los gritos de su hermano, la sangre. Después, las sirenas policiales, su cuerpo camuflado en sus ropas negras y ensangrentadas, arrastrándose como parte de la oscuridad por aquella calle escondida, y su cuerpo, que temblaba y latía a más no poder, metiéndose como si nada en su coche. La esquina de aquel lugar que se le antojaba tan pequeño y hostil como una celda en la que yacía acurrucado, aquel sótano de la casa abandonada en la que había decidido esconderse al escuchar las sirenas que chillaban y lo culpaban de asesino, apartando a todos en su caza. El agua amarilla que bebió sin ganas horas después en aquella mugrienta cafetería cerca de su casa, donde compró un poco de café que habría de prepararse pocas horas después. Las miradas hostiles de aquellos a su alrededor, quienes él juraba que sabían todo de su crimen, quienes lo acusaban con los ojos y lo culpaban en murmullos indescifrables, y el metal frío de la navaja contra su cuerpo. Como última imagen, el sueño le mostró a él mismo como yacía ahora en su cama, durmiendo, con las manos y las ropas ensangrentadas, como habrían de permanecer para siempre.

1.20.2009

Tanderlain

Tanderlain era un taxista en orlando. Tanderlain le preguntó a un cliente llamado Tom ¿qué hora es? Son las 12:00 contestó Tom. Tom se quería subir a un árbol y Tanderlain le dijo ¿dónde dejamos a tu esposa? Está bien, no voy a subir al árbol contestó Tom. Bueno es hora de desayunar está muy rico dijo Tom. Se fueron de viaje y empacaron animales y fueron al museo de dinosaurios. ¿Cuántos huesos hay acá? preguntó Tom. Hay 350 le dijo el papá y se le cayeron todos los huesos encima.