Aquella mañana, él camino ansiosamente por un sendero cubierto de hojas doradas y recuerdos pasados, por el camino que ya conocía tan bien, el que llevaba a la casa de su abuela. Amaba jugar entre las hojas del otoño, revolcarse en ellas y sentirlas, ásperas y la vez delicadas. Amaba arrastrar sus pies entre ellas, y sentir sus puntas acariciar suavemente sus desnudos tobillos. Amaba dejarse caer sobre aquel colchón de hojas, extrañamente cómodo, seguro, único. Amaba recogerlas, examinar sus formas, seguir sus líneas, que como por arte de magia formaban aquella maravilla, tan simple y tan compleja, tan natural y tan ajena a lo que realmente conocemos. El otoño, época de cambio, abundancia e increíble belleza, siempre había sido su estación favorita.
La casa de la abuela siempre había sido mágica para Federico. Apenas cruzaba la puerta, la dueña de casa lo recibía con un cariñoso abrazo. Una de las cosas que más amaba de su abuela era que en sus brazos nada podía molestarlo; se sentía seguro, contenido, protegido, como en un colchón de hojas secas. El dulce aroma a té de canela, el olor a galletas recién horneadas y el acogedor y anticuado perfume de la abuela eran todos olores que abundaban en esa humilde morada.
Las galletas y el té llenaron rápidamente el vacío que Federico sentía en su estómago, como las caricias de su abuela, que satisfacían su alma. Vio de reojo en el noticiero de la televisión que extrañas situaciones climáticas se estaban dando alrededor del mundo, ya que había habido terremotos por primera vez en la historia en Argentina, y no solo llovía en España, si no que en todo el continente Europeo. A pesar de la preocupación que se dibujaba en el rostro de su abuela al escuchar dichas noticias, Federico estaba agradecido, ya que la lluvia era una de las cosas que más disfrutaba. Amaba ver llover desde aquella vieja ventana. Mientras la ciudad se camuflaba entre la niebla, sumergida en un manto de oscuridad, las nubes parecían navegar por el cielo. El niño miraba con fascinación mientras caían las gotas, tan maravillosamente simples y a la vez tan completas, puras, únicas. La lluvia caía y caía sobre las calles de Barcelona, incesante, perpetua.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por un comentario de su abuela, algo así como que el mundo tenía extrañas maneras de vengarse del daño que le hacíamos. Federico la miró extrañado, y al recordar que aquellos comentarios no despertaban gran interés en niños de 9 años, su abuela le sonrió y lo retó a un partido de ajedrez. Pasaban las horas, y ellos seguían entretenidos en el mundo de aquel ingenioso juego, aquel reino de piezas de madera, donde desde los pequeños pasos de los peones hasta los grandes saltos de los caballos y los hábiles movimientos de una reina, pueden hacer del que los controla el ganador, siempre y cuando sepa como manejarlos sabiamente. La audaz mente del niño chocaba con la sabiduría y la experiencia que su abuela había obtenido con los años, por lo cual los partidos solían ser largos y reñidos.
En aquella ocasión, Federico la miró a los ojos y le preguntó:
- Abuela ¿cómo es Dios? Todos hablan constantemente de él y he escuchado a mucha gente hacer muchas cosas en su nombre, pero parece que nadie sabe quién es realmente. ¿De dónde vino todo el poder que la gente parece atribuirle? - preguntó con la curiosidad e inocencia que solo un niño de aquella edad puede tener.
- Esa es una de las muchas preguntas que nadie ha podido responder todavía, cariño. Y es muy probable que nadie nunca la pueda contestar. Pero la verdad es que no es importante. Lo importante es que sepas que Él siempre está.
- Pero, ¿cómo sabes que siempre está si ni siquiera sabes quién es?
- Federico, Él es lo que tú lo haces. Tú decides quién es, tú eliges en que creer. Siempre hay algo allí, dándonos todas las cosas que tiene la vida, buenas y malas. Depende de ti saber hacer lo mejor de lo que se te brinda. Y depende de ti saber dónde mirar para encontrar a Dios cuando lo necesites.
- Federico pensó en esa respuesta por mucho tiempo. Tenía perfecto sentido para él, y siempre lo tuvo. Completamente satisfecho con la contestación de su abuela, siguió jugando al ajedrez, aquel juego tan parecido a la vida misma, en la que Dios nos da las piezas y los casilleros para moverlas, pero depende de nosotros querer y saber encontrar las jugadas para ganar la partida.
En otro lugar y en otro tiempo, otro pequeño niño jugaba con un globo terráqueo. Amaba tener al mundo en sus manos, se sentía poderoso, invencible. Lo hacía girar una y otra vez, siguiendo con la mirada todos los países y sus maravillas. Sentía que había visto todo y que nada era desconocido, con lo cual nada le daba miedo, ni le resultaba misterioso. Sin embargo, nunca sentía nada nuevo, ya que al haber visto todo, no quedaba nada para sorprenderlo y recordarle que estaba vivo, y que había un verdadero mundo más allá del que él podía controlar, del que él tenía en la palma de su mano. Luego de haber derramado agua sobre Europa, limpiaba frenéticamente el globo, esperando que su abuela no se diera cuenta de su accidente. A sus ojos, aquella área se veía más oscurecida y triste. También había roto el soporte de dicho objecto, con lo cual la parte de Argentina se movía constantemente. Se le cruzó por la cabeza que debía echar algo de luz sobre aquella área sombría, como si fuera un poco de sol luego de un día lluvioso, o que tenía que arreglar el soporte para evitar temblores en el país latinoamericano. Sin embargo, salió de su fantasía en seguida cuando oyó una voz dentro suyo que le decía que dejara de pensar pavadas, y siguió limpiando el mundo con su trapo.
7.26.2008
La Casa de la Abuela
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